lunes, 22 de julio de 2013

Vértigo

De este mundo nadie sale vivo. Claro que si no les gusta esta verdad implacable, siempre nos quedará a todos la montaña rusa. Desde que la montaron en el pueblo, no para de subirse gente. Al principio sólo veíamos a los jóvenes haciendo cola. Cosas de chavales, decíamos los más viejos. Pero luego empezó la locura con personas de todas las edades y de otros pueblos, y aquellos autobuses que decían que venían hasta del extranjero. Para contener a las multitudes, la empresa rebajó los precios y ofreció descuentos a los jubilados. Una atracción infinita no tiene límites a la hora de facilitar la diversión a todos: a los enfermos del corazón se les dispensó gratis una pastilla para el colesterol.
Hasta ahora miles de hombres y mujeres, pequeños y grandes, se enganchan a los vagones apretados como langostinos. Se les ve contentísimos ¿Quién les impide disfrutar de unas cuantas subiditas hasta llegar a la experiencia final? Ahora bien, si la conclusión del viaje es lo mejor, también es justo decir que la estructura de la montaña rusa vale la pena por sí misma. Primero, un subidón de doscientos metros con su correspondiente descenso, luego cuatro cimas y caídas de altura creciente hasta llegar a los ochocientos metros; después tres loopings y un tirabuzón. Impresiona contemplar las reacciones de las víctimas. Cómo gritan. Cómo se ríen. Qué bien se lo pasan.
Pero, ya digo, lo mejor viene con la sorpresa final. Aunque en realidad no es ninguna sorpresa, pero la gente se lo toma como si tal. Después del tirabuzón, los vagones ascienden a toda velocidad y, justo al llegar a los mil metros, la vía se corta, se corta y todos salen despedidos por el aire.
Las carcajadas se escuchan a kilómetros de distancia.