viernes, 16 de marzo de 2012

El mundo por dentro

Borges, en "Funes el memorioso", imagina un hombre capaz de recordarlo todo. Si recuerda un día entero, necesita un día entero para recordarlo. Una memoria sobrehumana de este fuste, lejos de ser una bendición, es una desdicha. Funes no puede descansar porque su mente nunca se detiene. Sigue recordando hasta la extenuación. Alguna vez he pensado que este cuento es una fábula sobre la diferencia entre la información y la verdadera sabiduría (aquí). A alguno le gustó tanto la idea que hasta me plagió unas cuantas frases (acá).
Pero hoy, recién levantado y tras hacer recuento de mis últimos sueños, pienso en aquella frase de Funes: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". Es verdad. Si examinásemos las infinitas tonterías que pasan a toda velocidad por nuestro cerebro a lo largo del día y de la noche, nos moriríamos de vergüenza. El monólogo interior es uno de los peores trucos literarios que se hayan inventado. Joyce intentó salvar la imbecilidad humana en su Ulises mediante el recurso del arte. Para él, el interior del hombre se parecería más a una fosa séptica que a un baúl de luces y sombras. La inmensa vaciedad de Leopoldo Bloom, su pensamientos más sonrojantes, se transforman bellamente en un sofisticado tejido de ritmos, simetrías, coincidencias. Quizá Joyce pensase que, si el ser humano no valía un pimiento, al menos él mismo se salvaba de la mediocridad jugando con las palabras. Le serviría a él, pero a mí no me consuela formar parte de los iniciados.
Otra posibilidad me la da, inesperadamente, Tomás Moro, en su maravilloso ensayo La tristeza de Cristo. Moro debió de tener tiempo para analizarse en la torre de Londres mientras aguardaba la muerte del verdugo. Por eso escribe:
Ojalá que alguna vez nos preocupásemos, inmediatamente después de terminar las oraciones, de recordar toda la sucesión del tiempo que pasamos rezando. ¡Qué estupideces veremos allí! ¡Qué necedades! ¡Cuántas cosas vergonzosas a veces! Nos extrañaremos, sin duda, de que a veces pueda ocurrir que nuestro espíritu, en tan poco tiempo, se disperse por tantos lugares a gran distancia unos de otros...
A continuación, Moro plantea el problema de una forma divertida: Imaginemos un hombre que desea suplicar un favor a un príncipe y pide audiencia, ordena que alguien le ponga un cojín y un reclinatorio, se arrodilla muy sumiso y, de pronto, comienza a bostezar, desperezarse y eructar. Así es el mundo interior de muchos. Ahora bien, no todo va a ser una montaña de basura. Moro habla también de la voluntad para remontar el vuelo y de la piedad que Dios debe tener al fijarse más en el esfuerzo de los hombres por superar su propia debilidad: "Cuando pienso en la inmensa gloria de la Majestad divina, de inmediato soy empujado a creer incluso que esas breves distracciones del espíritu, por no ser faltas capitales, proceden de la generosidad de Dios misericordioso (gracias a la cual no se digna no considerarlas mortales, no porque no lo merezcan), puesto que no puedo imaginar cómo puede darse entrada al espíritu (...) si no es por la debilidad de la fe".

2 comentarios:

  1. Frente a aquellos que privilegian la memoria y la reclaman para sí, yo siempre me admiro más de la capacidad de olvidar.

    El olvido no borra lo ocurrido, pero al menos difumina los recuerdos y, a veces, eso es lo que más nos impulsa al futuro.

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  2. Eso del olvido es muy borgiano, Raquel. En "Funes, el memorioso", el personaje podía recordarlo todo pero no era capaz de pensar. "Pensar es olvidar diferencias, generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos".

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