miércoles, 25 de enero de 2012

Desahogo académico

No lo quería meter, pero al final he caído en la tentación. Aquí suelto esta perla sacada de un texto universitario, aparentemente dedicado a hablar de literatura:


Utilizamos la expresión epistemologías fronterizas, categoría con que Mignolo piensa los problemas de las construcción del conocimiento en países no centrales, como posibilidad de construcción de categorías geohistóricas no imperiales, cuyo centro está puesto en los cuestionamientos a la razón cartesiana como procedimiento monotópico y en la asunción de un locus particular, sistema sostenido en concepción de sujeto descentrado en términos de que las "fuentes de la teoría no es un sujeto universal ubicado en la tradición occidental (...) sino en lenguajes específicos y en historias locales" (Mignolo 1996, 20-40). 


A veces, cuando uno tiene que leer estas cosas, se pregunta cuánto costará escribir claro y bien.
Pero lo peor viene cuando se intenta desentrañar el contenido. Lo de las epistemologías fronterizas, para empezar, no es una realidad, sino una posibilidad (lo dicen ellos, no yo). O sea, que hablan de algo que no existe; por eso luego no lo definen nunca, y si se te ocurre pedir definiciones, es que eres un eurocéntrico insoportable. Luego viene todo ese rollo de los cuestionamientos a la razón cartesiana (¿habrán leído a Descartes?), que ignora definitivamente la filosofía europea de los últimos 200 años. Lo del locus particular y el sujeto descentrado es una copia criolla del pensamiento de Derrida. La cita final de Mignolo (oh, ah, qué bien le salen las concordancias gramaticales al doctor Mignolo) da la impresión de no ser más que pura charlatanería. Lo más curioso de este asunto es que estas teorías postcoloniales se suelen engendrar en París, después viajan a los mismos centros de poder (léase: las universidades norteamericanas, preferentemente de la Ivy league), y, por último, las universidades periféricas las repiten como papagayos.

lunes, 23 de enero de 2012

Rizal


Andamos a vueltas en clase con José Martí, enorme poeta y padre de la patria cubana. Una figura que algo se le parece es la del filipino José Rizal, otro escritor muerto por las tropas españolas, con el agravante de que este último jamás pidió la independencia para su país. Un triste caso de sordera gubernamental. Cuento la historia con algún detalle más, aquí, en Ambos mundos, una revista digital recién nacida que dará que hablar.


viernes, 20 de enero de 2012

miércoles, 18 de enero de 2012

Recuerdo lector de Carlos Pujol

Ayer recibí la noticia de la muerte de Carlos Pujol, a quien siempre leí, en sus poemas,  relatos, traducciones y ensayos. Como Enrique, también para mí La casa de los santos ha sido uno de mis libros de cabecera. Hace poco me encontré con una entrevista estupenda que le hacía Ignacio Peyró en La gaceta. Y ayer Trapiello sacó un emocionante artículo sobre él en El país.
Nunca lo traté personalmente, pero cuánto lo conocí a través de su escritura.
Los medios de comunicación hablan de su erudición y su humildad. No sé si fue un erudito, si por eso se entiende una persona especializada en saberes raros. Él era un hombre sabio, que escribía con entusiasmo sobre Balzac, Baudelaire o Stendhal: nombres que deberían ser fundamentales en cualquier persona interesada en la literatura. Sin duda era también modesto, porque la critica literaria, cuando lo es de verdad, ejerce la humildad. Escribir bien para dejar que otros se luzcan: no se trata de otra cosa.
Lo último que me descubrió fue Tom Jones (no el cantante, sino el novelón de Henry Fielding). En la introducción, Carlos Pujol, crítico y creador, dejaba estas bellas líneas que no sólo retrataban al clásico inglés, sino seguramente también a sí mismo, a su visión estética de la vida que acordaba felizmente con su fe:

La vida es [para Fielding] un banquete, un suculento festín, una sucesión de espléndidos platos que esperan que les hinquemos el diente, y la literatura viene a ser la carta de ese restaurante de la imaginación. Vivir y escribir, dos cosas que no se excluyen, sino que se complementan, se equiparan a comer, degustar, paladear, todo aquí es gustativo, masticable, placer de gourmet.

martes, 17 de enero de 2012

Cela, diez años


El día que Cela murió, el telediario público del mediodía dedicó sus treinta minutos de duración a glosar su vida y milagros. De pocos se dirá que se hayan despedido del mundo con tanta pompa y circunstancia. Ahora, diez años después, cabría preguntarse qué fue de aquello y cuáles son las huellas que nuestro último Nobel ha dejado en la literatura universal. Lo cierto es que la concesión de aquel premio fue una sorpresa fuera de nuestras fronteras. A Cela se le habrá traducido mucho, pero se le ha leído poco en el extranjero. Su literatura, esperpéntica y solanesca, encaja admirablemente en la tradición española, cierto, pero es de áspera comprensión para el forastero. El mejor de sus puntos –la sonoridad de su prosa- se desvanece en las traducciones y, de esta manera, su suerte corre pareja con la de uno de sus maestros, el gran Valle-Inclán. Cela fue un extraordinario genio verbal, ni más ni menos. Otros valores propios de la gran literatura, como la creación de personajes, la invención de la trama o la puesta en escena de asuntos de hondura, están relegados al pesimismo naturalista que impregna todos sus libros. Y este es quizá el problema que encontrará un lector exigente que se aproxime a Cela desde otra lengua: su mundo desaforado suena extrañamente opaco, casi animal. Mear, cagar y fornicar no son las operaciones más complejas que puede realizar el ser humano.
Con todo, sería una simplificación burdísima etiquetar a Cela como si fuera un coleccionista de suciedades. Es verdad que vio la oportunidad de crearse una imagen de provocador castizo, un cruce entre el Quevedo semilegendario y ese pariente caradura que venía del extranjero por vacaciones. Sin embargo, sus exabruptos también cumplieron una misión saludable. En una España cateta y solemne, donde decir “coño” o “joder” era pecado mortal, don Camilo dio una lección de frescura, en todos los sentidos. Tal vez fue, por debajo de esa apostura cachonda, un hombre muy serio y ambicioso. Llegó a convertirse en un gran gestor cultural. Entre sus méritos reales está el ser fundador de la editorial Alfaguara y haber dirigido Papeles de Son Armadans, una de las revistas literarias más interesantes de la postguerra.
Pero, sobre todo, lo perdurable de Cela descansa en aquellos títulos de los que siempre se habla cuando se le cita, aquellos que forman sus primeras décadas de escritura fecunda antes de la consagración, la Real Academia y la cornucopia de premios nacionales e internacionales. En esos libros juegan un partido interminable el amor por la vida contra la angustia tremenda ante el dolor y la muerte. Pienso en sus deliciosos relatos de viajes, en sus dos novelas terribles -La colmena y La familia de Pascual Duarte- o en esas hermosas memorias de infancia que componen La rosa. Ahí, en sus mejores y más bellas páginas, se palpa un amor socarrón por el idioma, que es, sin duda, el mejor legado que los lectores españoles podemos agradecer y disfrutar de nuestro premio Nobel

lunes, 16 de enero de 2012

Cachua serranita



Cuando estuve en Alemania, me emocionó la calidad de los cánticos de las iglesias. Una vez me metí en una misa en español y se me cayeron los palos del sombrajo. Comparados con la música alemana, seria, solemne y cuidada, los cantitos de la comunidad hispana intentaban ser alegres, pero eran muy poquita cosa.
Y, sin embargo, hace un rato me han prestado un cd de música colonial y me he encontrado con auténticas joyas de los siglos XVI, XVII y XVIII. Joyas que son religiosas y, al mismo tiempo, enormemente felices, y hasta divertidas, como se puede comprobar en este vídeo. Esta cachua serranita está dedicada a la Virgen. No sé si puede advertir en la grabación, pero es un repertorio de alabanzas teológicas a María. Al final el director termina bailando con una chica del coro. A ritmo de cachua, eso sí.

viernes, 13 de enero de 2012

Yo confieso


-Tú estudiaste Filología porque querías ser escritor.
-Así es, confieso avergonzado.
Por eso purgo mis pecados escribiendo en este blog.

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"Mamá, que no te enteras. Nosotros ya no hablamos con nuestros amigos. Lo hacemos todo a tráves del tuenti o de facebook". Uno escucha esto y se repite como un mantra que no hay que ser antigualla, que nosotros éramos iguales, que ellos saben más que muchos. La adolescencia, esa edad en la que los padres se vuelven raros...
Y un cuerno.
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El otro día recordaba ensimismado algún suceso de mi infancia.
Uno de los hijos me dijo de pronto:
-Se te ha puesto de cara de niño feliz.






Germanofilia

En Zaragoza eran los años de la guerra y el hambre. En la calle donde vivían mis abuelos, se había parado un blindado alemán. Desde la terraza mi padre, entonces un niño de seis o siete años, se asomó para ver al soldado bajarse a revisar el vehículo. Con cuidado el hombre se puso los guantes y el mono de trabajo encima del uniforme de la Legión Cóndor y desapareció entre las ruedas. A la luz de la tarde sólo se vería el brillo de sus botas. Estuvo trajinando un rato mientras el niño observaba atentísimo. Por fin salió de abajo, comprobó un par de detalles más, se quitó la ropa de faena y la envolvió limpiamente dentro de una bolsa. Tras la operación el soldado estaba tan reluciente como una hora antes. Se metió en el blindado, hizo rugir el motor y desapareció. El niño entonces entró en casa y comunicó a su madre:
-De mayor quiero ser alemán.
Seguramente muchos españoles hemos sido germanófilos. Mi padre debió de recordar los arreglos chapuceros de los mecánicos del taller de enfrente, su aspecto cochino y descuidado. Se admira lo que no se tiene. Esto de la germanofilia era un fenómeno de mi infancia, cuando España se sentía inferior en Europa, se hablaba con los ojos abiertos del Mercado Común y se repetía aquello de que África empezaba en los Pirineos. Luego todo cambió y los españoles -pueblo ciclotímico- empezaron a sacar pecho por todos lados en los años ochenta y noventa, y al final hasta nuestro ex presidente (vaya, ¡ya me he vuelto a acordar de él!) se le ocurrió decir en la ONU que habíamos adelantado a Italia y que pronto superaríamos a Francia. Ya no éramos tan germanófilos.
Pero ayer veía un letrero publicitario de no sé qué caja de ahorros: "Hágase un plan de pensiones como los alemanes". Y de pronto caigo en la cuenta de que aqui y allá, vuelve la leyenda teutona, impulsada por la crisis y el diferencial con el bono alemán. "Es que los alemanes lo hacen así" "En Alemania, cuando estuve, jo..." La cosa va más allá de la economía, porque un periódico soltaba el otro día que los alemanes no se escandalizaban con el calendario de Paz Vega (¿Y...? Allá ellos. A mí, déjenme escandalizarme tranquilo).
A alguno lo parecerá muy bien esta vuelta a la germanofilia, pero a mí me resulta preocupante. Es como si volvieramos a nuestro complejo de inferioridad. Sí, sí, está bien eso de aprender de un país admirable, pero no nos pasemos. ¿Cuándo España tendrá una visión equilibrada de sí misma, sin empinar la nariz ni humillarse?

martes, 3 de enero de 2012

Predicadores y cuentistas

Baltasar Gracián, era, además del indigesto autor del Criticon, sacerdote jesuita. En uno de sus sermones le dio por anunciar que había recibido una carta escrita por un condenado desde el mismísimo Infierno.La ocurrencia causó temblores, no sólo entre sus oyentes, sino en sus superiores que decidieron buscarle las cosquillas a un orador tan imaginativo. La anécdota, aunque excesiva, pinta bien cómo eran los predicadores en el Barroco: buscaban a toda costa deslumbrar o interesar a sus auditorios, lo que hacía que no pocos de ellos fueran tan expertos en teología como retoricos consumados. O más aún, como se explica en Los cuentos del predicador. Historias y ficciones para las reformas de las buenas costumbres en la Nueva España de Manuel Pérez (Iberoamericana, 2011), con fines pedagógicos o doctrinales, los oradores sagrados utilizaban ejemplos profanos que eran, en sí mismos, pequeñas joyas narrativas. Se convertían en maravillosos cuentacuentos y su labor se acercaba a eso que hoy llamamos literatura. También eran hombres de teatro. En el mismo libro leo este testimonio de Valentín de Céspedes, jesuita del siglo XVII:

El predicador es un representante a lo divino, y no se distingue del farsante en las materias que trata; en la forma, muy poco [...] A Fray Francisco de Lerma vi desquijarrar al león de Sansón, y dejar José la capa en manos de la gitana. Otro pintaba el sacrificio de Abraham y el derribar de las columnas; lo hacía con tal propiedad , viveza y gracias que prorrumpieron los oyentes en aplausos gritados, siendo necesario parar hasta que cesase el tumulto.

No sé yo si hoy quedaran predicadores barrocos. En mi infancia gaditana todavía conocí uno de ellos, el padre Barreiros, párroco increíble de San Juan de Dios. A mi padre le encantaba llevarnos a su Misa para disfrutar con sus sermones desopilantes. El Padre Barreiros era un cura más bien maniático y cascarrabias, que siempre tenía a mano un pañuelito para plantárselo en la cabeza a la señora que acudía descubierta a comulgar. Pero, en cuanto empezaba su homilia de media hora, se nos caía la boca hasta el suelo, al ver a aquel venerable anciano brincar como un niño, poner voces en falsete para imitar al rey Herodes o correr por el altar para escenificar cómo los reyes magos cabalgaban encima de los camellos, mientras iba canturreando algo así como "pim-pim- pim-pimpianito" ¿Que tocaba hablar del diluvio universal? Allá que trepaba a todo correr hasta el púlpito, desde donde nos lanzaba rayos, truenos y relámpagos. ¿La multiplicación de los panes y los peces? El señor cura hacía la pantomima de una multitud hartándose de comer. Nunca olvidaré cómo explicaba los efectos de la confesión en el alma: era como si la Chari fuera con la escoba (aquí blandía una escoba invisible) a limpiar las telarañas del techo, y ¡pum, pum, pum!, (aquí le arreaba una tunda a las cortinas del altar) y pum, y más pum (un salto más) pum, y ¡ooooooohhhhh! (gesto de éxtasis), el alma ya está blanca, limpia, limpísima, más blanca que lavada con Ariel. El cura loco, le llamaban algunos en el barrio. A mí me parece que era un juglar de Dios.