miércoles, 30 de noviembre de 2011

Hijos de las entrañas

Revisando lo poco que he escrito en mi vida, veo que, si queda algo valioso (unos pocos poemas, un cuento y, ¿por qué no?, alguna entrada de blog), no se deberá a que esté escrito de forma más o menos pulcra, sino porque me salió de dentro. Monterroso aseguraba que los buenos escritores escriben con las tripas, expresión desatinada, me temo, porque de ahí abajo sólo salen cosillas malolientes. Otra posibilidad es confesar que uno escribe desde el corazón, pero suena cursi y vulgar. Quizá lo más exacto sería recurrir a una frase de madre, tierna y dolorosa, y pensar que la inspiración nace de las entrañas de uno. Sí, los mejores escritos son justamente eso: hijos de las entrañas.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Intimidades

La luz del sol que se desliza por la persiana. El acto de ponerse las zapatillas para defenderse del suelo frío. Las peleas de los niños a la hora del desayuno. Todos estos milagros cotidianos por los que uno no se asombra ni da gracias a Dios cada día. Y en esto la escritura puede imitar a la vida. La maravilla de la poesía: extraer un pequeño brillo del polvo de la rutina (como hizo Enrique el otro día en un artículo que no me canso de releer). 



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La época en que mis padres -lo recuerdo muy bien-, descubrieron la teoria de los genes. Que uno de mis hermanos se llevaba la mano a la cabeza o enarcaba las cejas: "¡Los genes!", exclamaba mi padre señalándonos con el dedo. Que alguno de nosotros se agachaba para recoger la basura: "Es increíble la fuerza que tienen los genes", musitaba mi madre.  Bastantes años más tarde, M. y yo repetimos el mantra genético al contemplar cada evolución de nuestros hijos. Esto, lejos de ser divertido, tiene también su cara inquietante, porque hay genes buenos (o que nos parecen buenos) y genes malos, siempre en relación con nuestras interpretaciones familiares. Todo esto no deja de ser una injusticia con los niños, como si su libertad  futura no contase para nada. 





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Dentro de esa falsa protección que da la cabina del coche, la gente, cuando está sola, hace cosas raras o vulgares, pero siempre íntimas. Un día, en un semáforo descubrí a un señor de chaqueta y corbata hundiendo el dedo en la nariz con entusiasmo. Otra vez me detengo frente a una glorieta y un coche se me cruza: en el interior, una chica se aparta una  brizna de pelo de la sien. Por allí, en un instante, salta una chispa de la Belleza, y se va. Ahora, hace apenas diez minutos, un tío melenudo pasa a mi vera metido en su 4 x 4 y lo veo santiguándose varias veces. Qué buena situación para empezar un cuento.

Andanzas y lecturas diabólicas


Una lectura provechosa: el interesante y erudito libro sobre el diablo en la Edad Media de Jeffrey Burton Russell. Contrariamente a lo que se piensa, los medievales le tenían poco respeto a Satanás. El terror en los púlpitos, las persecuciones de brujas y las sectas satánicas empiezan a finales del período, cuando se suceden las espantosas hambrunas y pandemias por toda Europa, la debacle de la escolástica y el triunfo del nominalismo. En los siglos XVI y XVII, los sermones protestantes (tan poco interesados en mostrar la bondad natural del ser humano) y la predicación de los católicos (agobiados por la enorme crisis de la Iglesia) hicieron el resto.
Pero, en general, Lucifer era un pobre diablo para los piadosos medievales. Había razones teológicas para demostrarlo, desde Pseudodionisio Areopagita hasta Santo Tomás de Aquino. Si Dios era la suprema Bondad y Él detentaba el sumo poder, nada debíamos temer del mal. Ni siquiera la Biblia, donde apenas se habla del diablo, se interesó demasiado por él.
En realidad, el folclore tenía más historias que contar. San Gregorio Magno refiere anécdotas divertidas en sus sermones para despejar miedos entre sus fieles. Una monja glotona pasea por el jardín de su monasterio, ve una lechuga y se le antoja comérsela. El arte de la pastelería no debía de estar muy desarrollada en aquella época. De un zas agarra la hortaliza y la devora sin haber hecho antes la señal de la cruz.  Enseguida el diablo se mete dentro de ella, y la atormenta por golosa. La monja empieza a dar gritos, y un hombre santo, que andaba por allí cerca, la escucha y trata de saber qué ocurre. El diablo, entonces, empieza a quejarse desde la boca de la monja: "Pero, a ver, ¿qué he hecho yo? ¿qué culpa tengo yo? Yo estaba tan tranquilo sentado encima de la lechuga, y vino ella y me comió". El santo, incrédulo ante las excusas diabólicas, lo obliga  a irse mediante un exorcismo.
Gregorio quería que sus fieles se divirtiesen, pero su propósito era serio. Todo pecado abría la puerta al mal, pero si el pecador volvía realmente los ojos a Dios, podía superar sus penalidades. Qué curiosa paradoja: Las gentes de hoy no creen en el diablo y lo trivializan. La gentes de la Edad Media creían firmemente, y por eso mismo se reían de él.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Banquetes principescos y republicanos


 En 1937 Octavio Paz, que por entonces era joven y marxista, sintió la llamada de media España y se embarcó, junto a otros intelectuales mexicanos, rumbo a nuestra Guerra Civil. De paso se llevó a su guapa mujercita, Elena Garro, quien mucho más tarde sería autora de una novela extraordinaria, Los recuerdos del porvenir. La idea de Paz era participar en congresos antifascistas y apoyar con la palabra a la causa republicana. El gobierno español recibió a la expedición de escritores mexicanos, como al resto de los intelectuales venidos de todo el mundo, con los brazos abiertos y a mesa puesta. En los recorridos mitineros por pueblos y caminos de España los invitados eran conducidos en soberbios Rolls Royce y agasajados como príncipes republicanos.
Elena Garro cuenta en sus memorias algo sobre estos espléndidos banquetes (la misma anécdota, por cierto, la refiere Spender en las suyas):

 En Minglanilla, en donde hubo otro banquetazo en la alcaldía, nos rodearon mujeres del pueblo para pedirnos que les diéramos algo de lo que iba a sobrar del banquete. Me quedé muy impresionada. Allí, a pesar de la prohibición de los compatriotas de hacernos notables, Stephen Spender y otros escritores nos invitaron a salir del balcón de la alcaldía. Desde allí vi a las mujeres enlutadas y a los niños que pedían pan y me puse a llorar. Me sentí cansada y con ganas de irme a mi casa... durante el banquete, Nordahl Grieg pidió que se regalaran al pueblo las viandas que estaban en la mesa. Sin ningún éxito... (Elena Garro: Memorias de España 1937)


Ser de izquierdas no está reñido con tener buen paladar ni darse buenos atracones.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La mano desobediente


-No me toques.
Maria Magdalena desobedeció y , sobrecogida de curiosidad, rozó el vestido del Señor. Fue un segundo.
Y retiró los tres dedos de la mano izquierda como si hubiera recibido un calambre.
Luego vino lo que ya sabemos: las recomendaciones de Jesús para que hablara con los discípulos, la incredulidad de esa pandilla de cobardes, la confirmación de Pedro y Juan, las apariciones, la excitación, la locura por su regreso. No estuvo cuando lo vieron subir al cielo. Cuando se lo contaron, ella se quedó contemplando los tres dedos. Todavía sentía el calor.
Pasaron los años. Ella envejeció rápidamente, ya no era aquella mujer atractiva que se unió a los seguidores del Rabbí. Un día vino Juan a preguntarle por su experiencia. Su memoria de anciana todavía retenía lo fundamental.
Pero a nadie le contó que ella se había atrevido a desobedecer. Era su secreto, su único y verdadero secreto. Tampoco decía que desde entonces nunca había necesitado lavarse esos tres dedos que, firmes en el tiempo, no se arrugaban como el resto de su piel vencida. Y el día de su muerte, su sobrina no supo explicar porqué su tía María se había besado lentamente la mano izquierda antes de dar el último suspiro.

martes, 8 de noviembre de 2011

The day after

Esta mañana, a primera hora, fui como siempre a la cafetería de abajo de casa a comprar el pan. En la puerta un jubilado le chillaba al vecino de mesa:
-¡Yo peleo por lo que quiero!
El otro, roja la cara de la emoción, se le iba a las manos, mientras gritaba:
-¡Por el cambio! ¡Por el cambio!
En la televisión estaban reponiendo las escenas del debate.
Después, mientras conducía en dirección a la universidad, grupos de ciudadanos discutían en las aceras, levantaban consignas o proclamaban voces de desbocada pasión por sus líderes. "¡Mariano, Mariano!" decían unos; "¡¡Alfredo, Alfredo!!", les replicaban otros.
Por fin, al llegar al trabajo, mis colegas me preguntaban incrédulos:
-Pero, ¡cómo! ¿Tú no has visto el debate?
No, no lo he visto. Soy uno de los poquísimos, creo que el único español, que no lo vi. Lo siento, lo siento. No me lo perdonaré nunca jamás y arrastraré esta pena todos los días de mi vida.

Presentación del libro de Rosalba Campra

El próximo viernes 11 a las ocho de la tarde, en la Librería del Centro de Madrid (Galileo, 5; en metro, por la línea 2, se baja uno en Quevedo) se presenta Mínima mitológica, el último libro de microrrelatos de Rosalba Campra con ilustraciones del artista colombiano Fabio Amaya. Introduce el libro Rocío Oviedo. El lugar es una librería que tiene editorial propia: hacen unos libros que son verdaderas obras de arte. El libro, que he tenido la fortuna de conocer antes de que saliera, es excelente. Si alguno anda por Madrid, tiene una bonita excusa para ir...
Y, como adelanto, cuelgo aquí este micro de la autora:


DECIR NO
Asterión descubre, escrito en el libro que todo laberinto custodia, que para salir del laberinto basta negarlo, y que en el laberinto mismo está la negación.
Entonces empieza a borrar. Borra la A, la B, la E, la I, la L, la R, la T.
Quedan dos letras. Incrédulo, musita la palabra que han formado. El eco le devuelve u fragor de derrumbe.
Ya sin muros que lo resguarden, en torno a él, ve la inmensa redondez de la pampa, o, en otras versiones, la repetición igualmente sin salida del damero que dibujan los rascacielos.