martes, 30 de junio de 2009

Jardín de infancia

Cuidar de un niño puede ser relativamente fácil si se ejercen una serie de medidas prácticas, además de dos virtudes fundamentales como son la paciencia y el cariño. En primer lugar el niño ha de ser plantado en buena tierra. En los primeros tiempos, la semilla es muy pequeña y necesita de nuestra atención constante para brotar y crecer. Si la tierra es ácida, puede sobrevivir, pero sólo si el niño es de una pasta especial y recibe los nutrientes que necesita.

Luego está la cuestión del riego y el abono: Nunca debe dársele demasiado. La regla de oro es siempre pasarse de menos que de más. Un niño que reciba demasiada agua, se encharca y se pudre. Y lo mismo que hay que vigilar la alimentación, se puede decir del descanso. Para las frías noches de invierno prepararemos para él un buen acolchado a base de cortezas de pino a fin de proteger sus raíces, no se le vayan a helar.

Conforme vaya creciendo requerirá seguramente un tutorado para que no se tuerza. Y, desde luego, si hace falta cortar algo de él que no nos gusta, cortaremos. Una poda a tiempo, sobre todo en invierno, es menos traumática y nos ahorrará muchos problemas de malos crecimientos en el futuro.

Seguramente llegará el día en que nuestro niño empiece a dar sus frutos. Es hora de que vayamos dejándolo que madure tranquilo, aunque no dejemos de contemplarlo todos los días y nos interesemos siempre por su salud. En fin, si se siguen estos consejos, que no son tantos como se ve, y se aplica la paciencia y el cariño, podremos disfrutar de un niño sano y robusto muchos años en nuestro jardín.

domingo, 28 de junio de 2009

Malevaje

Parece que al Instituto Cervantes se le ha ocurrido proponer una votación para elegir la palabra más bella del idioma y ha ganado "malevo", "peculiaridad lingüística rioplatense" que diría Américo Castro. Más tarde Borges se cachondearía (por decirlo a la española) de la salida del insigne filólogo.
A uno estas votaciones le resultan un poco folclóricas e innecesarias, pero que haya ganado una palabra tan argentina le alegra el ánimo, porque está bien que a los españoles se nos recuerde que el idioma no es patrimonio ibérico. Además, la lengua por esas tierras es tan expresiva.
-¿La generación de 98...? uf, vaya socotroco, me dijo una vez una amiga de la Córdoba argentina.
De acuerdo: "Socotroco" es un palabro tremendo, no será la voz más linda del idioma, pero no se puede negar que suena y resuena, aunque el oyente no sepa bien qué significa.
Y, por último, otra razón para explicar la victoria maleva: Argentina no sólo es una potencia futbolística y cultural, sino internáutica (aquí un saludo a Juan Ignacio y otro a Mae). Cuántos argentinos se habrán echado manos al teclado para reivindicar ese idioma y esas palabras que, por ser suyas, son nuestras también.

sábado, 27 de junio de 2009

El último premio Príncipe de Asturias



Este año le ha tocado al escritor albanés Ismail Kadare, o Kadaré, como se le conoce desde que se fue a hacer las Américas a Francia. Allá por el año 93 me dí un atracón de novelas suyas y escribí algo. Luego reconozco que me cansé un poco de sus teorías nacionalistas, como esa ocurrencia de que Homero procedía de la antigua Albania. Creo que es una idea traída por los pocos pelos que le quedan al escritor. De todas formas, vaya por delante que el premio me parece merecidísimo y que a lo mejor es un consuelo para un eterno candidato al Nóbel.

Antes de Kadaré, uno por entonces no sabía nada de Albania, apenas dos o tres nombres: Squiperia (tierra de las águilas), Sköder (donde nació la Madre Teresa), Skanderberg (el héroe nacional) y Flamurtari (un equipo de fútbol). Son nombres sonoros. En cambio, la capital tiene uno bastante feo, incluso un poco cínico si uno se acuerda de su historia reciente, con esa dictadura demencial que llenó de búnquers el país por si les invadían.

Kadaré dio a conocer Albania de un modo fascinante, como sólo saben hacerlo los escritores de verdad: o sea, mintiendo. En sus mejores libros su patria se convierte en un territorio de fantasía, perdido en el tiempo y la nieve. El viaje nupcial, por ejemplo, es un relato extraordinario, entre policial, mítico e histórico. Ojalá lo reediten. También me siguen resonando Los tambores bajo la lluvia o el mundo trágico y poético de Abril quebrado. Pero la mejor novela, la obra maestra de Kadaré, es El palacio de los sueños, una parábola kafkiana que, en principio, parece una crítica contra los regímenes totalitarios, pero que, por suerte, no sólo se queda ahí. Lo bueno que tiene escribir en países donde no se respeta la libertad es que los escritores tienen que espabilar y dicen, ocultándolas, más cosas. En fin, si alguien quiere empezar con Kadaré, que se meta en su palacio de sueños.

El jurado ha destacado el manejo del lenguaje del escritor galardonado. Como no estoy seguro de si todos sus miembros sabrán albanés, supongo que algo habrá que agradecérselo a su excelente traductor, Ramón Sánchez Lizarralde. A Dostoievsky y a Tolstoy los tradujeron siempre a partir de versiones francesas hasta bien entrado el siglo XX porque no había en España quien supiera ruso. Por ahí algo hemos avanzado en nuestro país.

viernes, 26 de junio de 2009

Asombros

Esta noche, mientras respondía a algunos comentarios, descubrí que, en unos pocos minutos, el blog había recibido tres visitas. Qué impresión, pensé, entre ignorante y vanidoso. En materia de internet, como el invento me pilla mayor, siempre me sorprendo como un niño.
En realidad, nuestra vida cotidiana debiera estar llena de asombros. Hago examen de conciencia y compruebo que, sólo en esta jornada, he ido plantándome delante de cosas extraordinarias sin darme cuenta. Por la tarde, metí un trozo de plástico y metal en un orificio y, por obra de magia, el cajón de acero que me acogía, me transportó a sesenta kilómetros por hora hasta mi lugar de trabajo. Antes, en casa a la hora de la siesta, abrí un objeto de cartón por la mitad y estuve descifrando signos que habían sido escritos hace cinco siglos, por un tal Francisco de Quevedo:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Extraordinario, ¿no? Escuchar con los ojos a Quevedo... Si sigo retrocediendo por la cinta del tiempo, por la mañana me senté a comer un trozo de un extraño alimento nacido de una semilla de trigo. ¿A quién se le ocurrió que mezclando harina, levadura, agua y sal, tendríamos el pan, tan elemental como el agua pero mucho más sofisticado?
De pronto me detengo por el temor de que todo esto se vaya pareciendo a un programa de Eduardo Punset o a un manual de autoayuda para positivistas. ¿No estaré siendo ingenuo al encontrar tantas maravillas por todos lados? El cientifismo no sólo resulta inocente, sino también un poco tontorrón. Pero no: luego me doy cuenta de que no se trata de quedarse con la boca abierta con la historia de los inventos. Si continuo yendo todavía más atrás, si me voy hasta media hora antes del desayuno, rescato el mayor de los asombros: abrir los ojos y ver la luz un día más.

jueves, 25 de junio de 2009

Trabajo

Después de haber despanzurrado a los pretendientes, Ulises decide darse un apetecible descanso y recorre de la mano de su querida esposa sus posesiones recién recuperadas. Al principio visitan los lugares más apreciados por el héroe: las caballerizas, la bodega, el patio de armas. Allí Ulises se regodea en la nostalgia de los años perdidos lejos de tantos lugares amados. Pero luego se acuerda de aquellos que le esperaban y pregunta a Penélope por su famoso telar. Ella le conduce a una habitación en donde sólo queda una silla y unas pocas telas hechas polvo. Aunque el hijo de Laertes no entiende ni jota de trabajos femeniles, se siente obligado a decir algo.

-Ay, cariño, pobrecita, tanto trabajo haciendo y deshaciendo la tela sólo para tener que esquivar a esa pandilla de indeseables…

Penélope le mira fijamente, con una gota de tristeza, y después sonríe:

-¿Quién te ha contado eso? Cada día de todos estos veinte años me empeñaba en tejer tu rostro para no olvidar ni un solo rasgo tuyo y, por la noche, cuando veía desesperada que ese día ya no ibas a regresar, lo deshacía para no atormentarme con tu recuerdo y poder dormir. Yo no trabajaba por astucia, sino por amor.

miércoles, 24 de junio de 2009

Los de Filología Hispánica

En junio la luz se siente más larga y más intensa. Es verano y hay materia para sorprenderse: "Admirábamos la inteligencia con que ese verano se expresaba, sus días siempre claros, y accesibles al goce, el juego y la felicidad", escribe Ribeyro. El otro día pensaba en esas cosas mientras me encontraba vigilando un examen de los alumnos de último curso de Filología. Pero para ellos, el verano se anulaba por dos horas y media. Pobres. El sol que triunfaba al otro lado de la ventana debía de resultarles duro y amargo.
Mirándolos uno por uno, volvía a darme cuenta de lo pocos que son y de cuánto ha cambiado el panorama desde que yo estudié la misma carrera. Nosotros no formábamos una multitud, pero éramos ochenta. Ahora da casi vergüenza decir el número de las clases, aunque a ellos no parece importarles: son gente consciente y enamorada de lo suyo. "Qué penica me da que se acabe la carrera", decía una el otro día. Eso tiene también la luz de junio: una melancolía singular porque los estudiantes de último curso se van a un lugar nuevo del que nunca más se vuelve. En medio de la luz están cruzando la línea de sombra, la que lleva a la vida adulta.

martes, 23 de junio de 2009

Delirando con la palabra "turista"

Esta palabra procede del inglés tourist, que a su vez deriva del francés tour, que quiere decir “vuelta”. En el Diccionario etimológico de Corominas se precisa que su origen se remonta al latín tornus, instrumento que da vueltas. Así pues, turista es aquel cuerpo humano cuyo movimiento se asemeja al del tornus, torno, es decir, que da vueltas sin parar. Se conocen, al menos, dos tipos de movimientos turísticos: el de rotación y el de traslación, siempre en torno, es decir, alrededor, de un centro que puede localizarse en algún lugar del planeta tierra. Estos espacios –también llamados parques temáticos- han sido especialmente habilitados para que el turista pueda realizar sus movimientos giratorios y se encuentran, por ejemplo, en Venecia, Brujas, Dubrovnik, París o Toledo. Aunque, en principio, un observador poco experimentado puede creer que todos los turistas tienen similares comportamientos orbitales, debemos considerar que hay diferencias notables de acuerdo con el origen de su desplazamiento y la distancia recorrida. Los cuerpos turísticos procedentes de Japón emiten constantes destellos luminosos durante la rotación, mientras que los que vienen de Hispania sacrifican el movimiento rotatorio por una traslación más rápida y tienen el hábito de advertir su presencia con decibelios más elevados (i.e.: “Joder, qué chozón” o “Era cojonudo el Miguel Ángel éste”). En general, es conveniente reconocerlos rápido debido al riesgo de choque astral. Si no se quieren disgustos, lo más conveniente es elegir un destino alternativo, por ejemplo, Ciudad Real o el punto kilométrico 468 de la ruta nacional 3 en la provincia de Chubut (Patagonia argentina).

lunes, 22 de junio de 2009

Antonio Pereira


"Si eres un cuentista aplicado no van a alabarte también como poeta, las dos virtudes no", escribió Antonio Pereira, el cuentista leonés finado hace un par de meses. A él no le reconocieron como poeta, no sé si justa o injustamente. Me faltan lecturas suyas. Pero el cuento es vecino de habitación de la poesía, así que supongo que Pereira debió de acertar en los dos géneros. En fin, yo hasta ahora me he quedado en sus deliciosos libros de cuentos y aprovecho aquí para recomendarlos, sobre todo El síndrome de Estocolmo y Los cuentos de la Cábila.
Antonio Pereira fue un gran cuentista: en estos días he releído sus relatos sobre gentes del noroeste peninsular, paletos ilustrados y viajeros extravagantes que regresan al pueblo después de andanzas misteriosas por el mundo. Son historias de cuando España era un país chichimeco y provinciano, contadas sin acidez y con socarronería, en ese estilo suelto y cuidado que siempre le definió. Me he vuelto a reír leyendo las aventuras de un leonés ligón en la Rusia de los años setenta y he sentido la tristeza de uno de los relatos más tristes sobre la muerte que he leído, "Obdulia, un cuento cruel". Me da un poco de pena que Pereira no haya sido más conocido, aunque tuviese sus lectores y su prestigio. Tal vez fuera porque sobre todo destacó en el cuento, ese género tan injustamente maltratado en España; o tal vez porque fue un espíritu independiente, al que no le importó, por ejemplo, hacer un prólogo a un libro de espiritualidad sobre la Virgen, él, que tantos chistes picantes metió en sus cuentos. En el fondo, para Pereira, no estaba reñida la vitalidad con la devoción, pero esto también es un matiz, y no vivimos en tierra de matices.

sábado, 20 de junio de 2009

Infinito

El otro día Ángel Ruiz sacó una buena traducción de mi poema favorito de Hopkins. Bueno, a decir verdad, el único poema que puedo recordar bien de él, porque he sido muy mal lector del gran poeta jesuíta. Y el caso es que tiene tanta sabiduría detrás: es el asombro ante la inmensa multiplicidad de las cosas, todas distintas y procedentes del mismo Ser.
Pensando en el poema de Hopkins me acordé de uno, inédito, de un amigo mío. Se llama Enrique de Sendagorta: es ingeniero y empresario. Su poema envidiable viene a demostrar a los escépticos que la técnica no está reñida con el humanismo. Se llama "Infinito" y aquí va:

No hay dos hojas de árbol iguales,
no hay dos nubes que sean iguales,

no hay dos atardeceres, ni dos olas,
ni dos guijarros iguales.

Los rostros no se repiten,

ni los ojos,

ni los amores se repiten.
Nada se repite.

viernes, 19 de junio de 2009

La edad ideal

Fin de curso, al fin. Los niños en casa, en fin.
Mi hijo de quince años, el adolescente nuestro de cada día, ha ganado un concurso literario que organizaba el colegio. No es el primero que consigue, así que llega a casa, se sienta en la cocina y le dice muy serio a su madre:
-Mamá, en el cole soy leyenda.
A veces me he preguntado si la adolescencia no será la edad ideal para nuestra época, ésta que nos ha tocado contemplar. En las sociedades tradicionales, la ancianidad conservaba el prestigio único de atesorar la sabiduría de la experiencia. Luego llegó el Romanticismo, con todo eso del Paraíso perdido de la infancia, el niño es el padre del hombre, el surgimiento de la literatura infantil y la nostalgia de los poetas. Pero hoy la infancia de las niñas la acortan al ritmo y medida de faldas y biquinis. La universidad de padres digital que se le ha ocurrido a José Antonio Marina sólo atiende a preguntas sobre niños hasta los nueve años, a partir de ahí el tenebroso mundo de la adolescencia: vaya usted a saber y búsquese la vida. Los platós telebasureros se pueblan de viejecitas floreadas y aspirantes a viajes a Benidorm que berrean y aplauden chistes malísimos. La gente joven tarda más en salir de su cascarón casero y los hombres de edad mediocre (ay) nos enfrentamos a la crisis de los cuarenta que, cuentan, es un brote verde de la verde adolescencia.
Sí: la autocomplacencia, la egolatría, el culto a la imagen (sobre todo la propia), el reclamo de toda clase de derechos, la incapacidad de asumir deberes, las subidas hormonales y los bajones anímicos... ¿no son todas características de una sociedad adolescente? Por si acaso todo esto es verdad, yo a mi hijo le animo a que siga teniendo sentido del humor y se ría de sí mismo, que es una buena manera de empezar a salvarse.

jueves, 18 de junio de 2009

Más ombligos y algún pie

Estoy extendido en la cama y me miro los pies. Qué feos son, me digo. Y, sin embargo, qué prácticos. La gente no suele valorar mucho sus pies, aunque los utilice a diario. Tuve yo una novia que, cuando estábamos en la playa, escondía los suyos en la arena para que yo no los viera. Imagino que porque quería que me fijase en otras partes de su cuerpo. Dio igual, porque aquello no cuajó.
Es verdad que hay lugares de nuestra anatomía a los que prestamos poca atención: los pies y el ombligo, por ejemplo. En realidad el ombligo es humanísimo: tiene una apariencia frágil y, a diferencia de los pies, sufridos proletarios, resulta completamente inútil. Su existencia es casi filosófica: nos recuerda de dónde venimos, igual que nuestro rostro nos dice, tarde o temprano, a donde vamos. Cuando nos miramos el ombligo, tendemos a inclinarnos sobre nosotros mismos, nos envolvemos en un movimiento que sólo tiene como final nuestro cuerpo. De alguna forma, es el lugar del yo. A los vanidosos, el ombligo los representa simbólicamente muy bien con su dibujito en espiral recogido en torno a sí mismo. Por eso, pensando en estas cosas, una vez escribí un microrrelato que volvía al tema umbilical:

Un hombre se mira el ombligo y éste le responde con la boca abierta: ¿y tú qué miras?

miércoles, 17 de junio de 2009

Historia del Paraíso

Leyendo una viruta de taller de Miguel d'Ors, me salió el siguiente microrrelato:


Al no haber sido engendrados de mujer, nuestros primeros padres fueron creados sin ombligo. Durante unos días vivieron en esta feliz ignorancia, hasta que a Eva se le ocurrió llevar a Adán a una charca para celebrar su vida recién estrenada. Estaban los dos chapoteando cuando la mujer atrapó una rana. Extrañada, la examinó despacio y luego se la enseñó a Adán. El hombre, ya por entonces menos observador, la miró a su vez sin entender qué pasaba por la mente de su compañera.

- ¿Pero no te das cuenta?, le preguntó Eva.- Dios nos dijo que éramos únicos, que habíamos sido hechos a su imagen y semejanza, y ahora mira bien este bicho y verás que tiene un vientre igual que el nuestro.

- Tú siempre tan obsesionada con la imagen, le contestó Adán.

Sin embargo, fueron a quejarse al Creador llevando a la rana como testimonio documental. Entonces Yahvé sonrió paternalmente y puso a los dos frente a Él. Y, extendiendo el dedo índice contra el vientre de cada uno, les dijo marcando muy bien las sílabas:

- Esto os lo hago porque sois mis predilectos.

Y, al retirar el dedo, les quedó un extraño agujero.

Éste es el origen del ombligo.

martes, 16 de junio de 2009

Divagación y espanto

La primera vez se lo escuché a mi suegra refiriéndose a mi hijo de seis años, que estaba pintando monos en un papel:
-Me espanta lo que este niño llega a hacer.
Al principio me mosqueé un poco, pero, como siempre he seguido el manual del buen yerno, me callé y me fijé en la cara de éxtasis que ponía la abuela al mirar a su nietecito. "No será tan malo lo que dice", pensé. La explicación -lo supe mucho más tarde- está en que mi suegra es gallega. En portugués, "espanto" significa asombro, y ya se sabe que los gallegos por ahí se juntan con los portugueses. Baúl de espantos se llama un libro de Mario Quintana y yo, como homenaje al gran poeta brasileño, titulé a la segunda parte de mi poemario "baúl de asombros".
Es curioso esto de que el asombro y el espanto anden en compañía. En el español de antaño era frecuente verlos juntos. Me voy al venerable Tesoro de Covarrubias y la voz espanto designa "causar horror, miedo o admiración". Cervantes, en su poema más famoso, el dedicado al túmulo de Felipe II en Sevilla, dice:"Voto a Dios que me espanta tal grandeza"; y después, se larga un soneto con estrambote bastante espantoso, quiero decir, sorprendente.
Mucho más tarde está ese maravilloso, redondísimo final, del soneto de Borges dedicado a Buenos Aires:

No nos une el amor sino el espanto;
será por eso que la quiero tanto.

Borges ya vive en el idioma español del siglo XX y piensa que el amor fatal por su ciudad tiene algo de terrible. El horror de vivir en Buenos Aires, para él, es una forma desesperada del querer.
Ahora bien, a mí me gusta pensar qué sucede si le añadimos al significado vulgar de espanto -"temer"- el antiguo de "asombrarse, admirarse". Me parece que ganamos al volver a leer los versos de Borges. Es el espanto, el asombro, la sorpresa de verse el uno al otro, lo que une a los amantes con una fuerza tal que temen y se aman. Eso: el amor puede producir miedo y asombro, las dos cosas juntas.

lunes, 15 de junio de 2009

Los locos y los cuerdos

Escuchado, creo que en Bermeo, al llegar allí:

- El manicomio está arriba del pueblo, pero los locos estamos abajo.

domingo, 14 de junio de 2009

Una perla

Para el fin de semana saco este microrrelato galante de Raúl Brasca. Uno tiene la experiencia de que, cuando termina de leerlo en clase, se advierte una sonrisa general de aprobación entre el público femenino. En fin, ahí va...


LA PERLA

-Describe la perla por la que arriesgarías tu vida allá en lo hondo –le pedí al joven buceador de pulmones de acero.

-No sé cómo es esa perla –me dijo-, pero puedo describirte la muchacha a quien se la regalaría.

sábado, 13 de junio de 2009

El libro gordo del verano

Se va sintiendo que llega el verano, no sólo por el calor, sino porque hoy sábado abren la piscina del club. La piscina de Zuasti me está prohibida, porque tengo alergia al frío, pero mis hijos irán como salvajes a estrenarla. Mientras tanto, aprovecharé para llevarme algún libro bien gordo para la hamaca y, de vez en cuando, levantaré la vista, no para vigilar a los churumbeles (allá ellos si practican el canibalismo), sino para mirar qué leen mis vecinos.
Esto de cotillear lecturas ajenas es un vicio profesional. Normalmente uno se lleva chascos, porque termina leyendo en las portadas los nombres infames de algún best-seller. Pero ya debería estar acostumbrado. Cuando uno era joven y bajaba a ciertas playas gaditanas, también se llevaba libros, que es una mala manera de ligar. Por aquel entonces andaba yo más solo que la una y siempre tenía la esperanza de encontrar alguna bella lectora por aquellos parajes. Pero no. Había mucha niña mona, pero ninguna lectora. Más tarde conocí en algún lugar de Pamplona a una chica muy guapa, me enamoré, nos hicimos novios, nos peleamos unas cuantas veces y nos terminamos casando. Durante el viaje de novios, en una playa brasileña, me dí cuenta de que la chica que había buscado sin suerte en mis tardes sureñas estaba leyendo un libro en la misma toalla que yo.
Pero ya estamos desvariando. Uno, a lo que iba, era a recomendar libros para el verano, libros bien gruesos, de esos que duran varias tardes sin hacer nada. Ahí van tres o cuatro:
1-Aquí comienza nuestra historia. Libro de relatos casi completos de un escritor norteamericano extraordinario, Tobias Wolff. Para los que les guste Capote, Cheever, O, Connor (aquí, un saludo compostelano), Carver, etc. Me parece de lo mejor que he leído en este línea. Casi con la misma profundidad de O, Connor, pero menos grotesco y más seco.
2-El faro de P.D. James. Una novela policíaca clásica, escrita por una autora que ha leído muy bien a los clásicos ingleses, desde Austen a James. Maravillosas dotes de observación y retrato muy bueno del mundo neopagano de la Inglaterra actual.
3- Posesión de Antonia S. Byatt. La autora es otra vieja inglesa más lista que el hambre. En este caso, una trama muy sofisticada -posmoderna al cien por cien-, pero entretenida y brillantísima. Se ríe de los críticos literarios, gente bastante ridícula si se nos trata un poco.
4-Los cazadores de letras de Ana María Shúa. Cinco libros de microrrelatos en uno de la autora más ingeniosa y divertida que conozco. Larguísimas brevedades.
5- Middlemarch de George Eliot. Decía Virginia Woolf que era la única novela inglesa del siglo XIX escrita para adultos. Sí, es verdad que tiene todo lo bueno de Thackeray, Trollope, Austen, incluso Dickens ... pero no ese deseo del happy end a toda costa. Y, con todo, una novela seria, entretenida y optimista sin ñoñerías.
6- Y, por último, siempre queda el recurso a los novelones del XIX. Fortunata y Jacinta, Crimen y castigo, Guerra y paz, Anna Karenina...

P.D. Ahora que me releo, veo que casi todas las recomendaciones son femeninas, lo que les encantará a los fans de las cuotas. Ha sido sin querer, palabra. Y no voy a hacer ningún chiste con la Aído.


viernes, 12 de junio de 2009

Fernando Aínsa



Los días 5 y 6 de junio se organizó en Lille, Francia, un homenaje a Fernando Aínsa, gran escritor y amigo. No pude asistir, porque la vida es ansí, pero ahora quiero rendir un homenaje, aunque sea pequeño, a un crítico que nos enseñó a muchos a leer la literatura hispanoamericana desde un ángulo original y necesario. Fernando Aínsa ha escrito ensayo, cuento, novela, prosa fragmentaria y poesía. Todo lo ha hecho bien y lo único que lamento es que no se haya animado con la autobiografía, porque a lo largo de su vida, repartida entre Uruguay, España y Francia, ha vivido y conocido mucho.
Libros suyos como Identidad de Iberoamérica a través de su narrativa, Los buscadores de la utopía o De la Edad de Oro a El Dorado, entre otros muchos, son hoy puntos de referencia para quien quiera internarse en la literatura del lado de allá (o de acá, según se mire). Decía Steiner que toda crítica literaria debía nacer de un acto de amor, o de agradecimiento como mínimo, hacia los libros. No siempre es así, porque los académicos somos gente aburridilla, pero Aínsa ha conseguido ser riguroso y apasionado al mismo tiempo, lo que le ha salvado como crítico.
De la pasión por la literatura nos habla también su obra creativa, que merodea en torno al espacio y la identidad, tema que acucia a cualquiera que sienta que uno es quien es siempre en relación con el lugar en donde se encuentra.
Como esta entrada es una celebración de la amistad (en plan sobrio, como se ve) y la lectura, pongo a continuación tres pequeños textos de Aínsa que en su día leí con entusiasmo:

Estamos aquí, somos de allá.
He aquí una proposición simple para empezar.

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Partir, "repartir".
Parto mi corazón en pedazos y lo reparto.


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Esta es la historia de cuatro personajes llamados Todos, Alguno, Cualquiera y Nadie que trabajaban en la Burocracia Ministerial. Había una tarea administrativa importante que realizar. Todos estaban seguros de que Alguien lo haría. Cualquiera podría haberlo hecho, pero Nadie lo hizo. Alguien se indignó porque era el trabajo de Todos, pero Nadie se dio cuenta de que no lo haría Cualquiera. Al final Todos protestaron a Alguno cuando Nadie hizo lo que Cualquiera podía haber hecho.

jueves, 11 de junio de 2009

Anunciación

El rayo de luz se filtró por las persianas e iluminó la pared en penumbra.

-Mira, ¡un ángel!, dijo el niño desde la cama.

La madre abrió la puerta y, sí, vio un ángel en la habitación.

miércoles, 10 de junio de 2009

Una (o dos) de piratas


Hace unos días nos enteramos de lo último en torno al tesoro que pirateó el Odyssey: el oro pertenecía a la fragata Mercedes, de cuya desventurada historia no habrán escuchado nada la mayoría de los españoles. Por cierto, el episodio lo cuenta el gran Patrick O' Brian en la segunda novela de su saga sobre las aventuras del capitán Aubrey y su amigo el doctor Maturin. Él lo hace desde la perspectiva de los piratas de la Royal Navy. Yo lo haré del lado de las víctimas, que fueron muchas, y con menos tacos que los que podría usar Pérez Reverte.
Todo empieza en el verano de 1804, cuando parten de Montevideo cuatro fragatas españolas de guerra rumbo a Cádiz. Van cargadas de oro y viajeros porque su misión no es bélica. Deben transportar un inmenso caudal de dinero que desahogará la economía española en bancarrota gracias a la mala gestión de Godoy. Cerca del cabo de Santa María, en las costas del Algarve, aparecen en el horizonte cuatro fragatas británicas que conminan con señales a rendirse a los españoles si no quieren enfrentarse a sus cañones.
La situación deja estupefactos a los viajeros ya que España e Inglaterra no están en guerra.
El comandante Bustamante da la orden de no hacer caso, a pesar de que sus barcos están demasiado cargados de peso para escapar y de que los muchos civiles y sus equipajes que transporta son un impedimento para el combate. Entonces los ingleses comienzan a disparar y, tras un intercambio de cañonazos, se escucha de pronto una detonación que sube hasta el cielo, con una lluvia de palos, trozos de madera y astillas chamuscadas que terminan en el agua. Por un instante la batalla enmudece: la fragata Mercedes, por razones desconocidas, acaba de saltar por el aire y desaparece de la vista.
Más de doscientas personas murieron en ese momento. Desde la cubierta de otra fragata española, la Fama, un militar llamado Diego de Alvear, ilustre por sus méritos, contempla aterrorizado el fin de la Mercedes, donde viajaban su esposa y sus siete hijos, todos ellos nacidos en el Río de la Plata. Cuando los ingleses apresan las otras tres fragatas, Diego viaja prisionero a Inglaterra con su único hijo superviviente, Carlos María, que se encuentra con él en el momento de la tragedia.
Este episodio, menor en medio de nuestra larga historia de gloriosas derrotas navales, tiene, no obstante, una importancia capital si pensamos en sus consecuencias, que convirtieron la bola de nieve en un alud. España se vio obligada a declarar la guerra a Gran Bretaña y a echarse en brazos de Francia. Un año después la escuadra francoespañola era derrotada en Trafalgar, lo que significó que Napoleón dejara de interesarse por España y que, en definitiva, la invadiese en 1808. Además, destruida la flota española, se aceleró el proceso emancipador en América.
¿Y qué pasó con los Alvear? En su exilio londinense, don Diego tardó poco tiempo en olvidar su bíblica tragedia y rehizo su vida: conoció en misa a una bella irlandesa con la que se casó y regresó a España, justo a tiempo de destacar en la defensa de Cádiz contra los franceses. Mientras el padre se dedicaba a dar tiros desde las murallas, su hijo Carlos María se hacía masón en la misma ciudad. Ingresó en la Sociedad de los Caballeros Racionales, junto a un oficial rioplatense llamado José de San Martín. Luego los dos se embarcaron rumbo al cono sur y lideraron la guerra de independencia en Argentina. Carlos María de Alvear fue el primero de una serie ilustre de militares y políticos de la historia de aquel país.
Si uno fuera menos perezoso le gustaría escribir algo sobre esta tragedia y especular, quién sabe, por los destinos desiguales del padre y del hijo, unidos por un tiempo y luego separados para siempre por el espacio.

martes, 9 de junio de 2009

La escritura cangrejera

El otro día mi sobrino Álvaro hizo un descubrimiento asombroso en clase de lengua. Resulta que los seres humanos no escribimos hacia delante, sino hacia atrás. Su razonamiento, según he podido saber, es inatacable. Si, por ejemplo, los prefijos se ponen delante de los lexemas, esto significa que la parte de delante (súper) es lo primero que lees, mientras que la raíz (hombre) va después, está un poco más allá... Luego escribimos hacia atrás. Tan confuso se quedó con su hallazgo que pidió explicaciones al profesor, quien, tras una discusión desconcertada, zanjó la cuestión por decreto: escribimos hacia delante, no hacia atrás y punto.
Puestos a meterme en rollos bizantinos, quizá los dos tenían razón: en la coordenada del tiempo no escribimos hacia atrás, ya que cada signo sucede cronológicamente al anterior, pero en el plano espacial la cosa cambia, porque podemos situar la precedencia de los signos de acuerdo con nuestro punto de vista. Por eso explicamos el "pre-fijo", como algo que está delante, que precede... Uf, vaya lío para no llegar a ninguna parte.
A mí me gusta, de todas formas, darle una explicación poética a todo este asunto. Cuántas veces recordamos vivencias, tesoros de la memoria, que nuestra escritura va rescatando con paciencia. Ella se mueve hacia atrás, tanteando mientras avanza, retrocediendo mientras el tiempo progresa sin inmutarse. Y cada vez que los signos se van desenredando, nos vamos con ellos hacia ese lugar que perdimos a la derecha del papel o la pantalla.

lunes, 8 de junio de 2009

Bicicleta

Es lunes y me he levantado perezoso, así que hoy recurro a un microrrelato que tenía guardado en un archivo. Espero que os guste.


BICICLETA

De niño yo tenía una pesadilla en la que el conde Drácula me perseguía por una ciudad desierta. El mal sueño no sería demasiado original, si no fuera porque los dos íbamos montados en sendas bicicletas. La persecución alcanzaba sus repechos y subidas, momento en que yo conseguía poner cierta distancia con el monstruo. Sin embargo, aunque el señor Conde no era ningún Indurain, al final estaba a punto de atraparme en una bajada y yo despertaba sudoroso y muerto de miedo. ¿Son los sueños premoniciones o expresiones del inconsciente?, me pregunto yo aquí y ahora, sudoroso y angustiado en esta maldita bicicleta, mientras trato, inútilmente, de alcanzar a mi bella compañera de gimnasio.

sábado, 6 de junio de 2009

Volando

Esta semana he hablado bastante de aves. Primero el microrrelato de Ícaro, que era un pájaro aficionado, y luego los comentarios sobre ornitólogos y escritores. Sin embargo, aunque no me retracto de lo que puse hace dos días, es verdad que por suerte existen filólogos, profesores de muy seria carrera universitaria, que han sido o son excelentes poetas. Y si no, ahí tenemos a Miguel d'Ors, de quien acaba de salir una antología publicada por Renacimiento. Además de los textos publicados en libros anteriores, el lector encuentra seis inéditos. A mí me ha emocionado en especial uno de ellos por su sabia combinación de oficio y sinceridad, patrimonio de los grandes. El poema, elegíaco, se titula "Belinha (1958-2005)" y está dedicado a una hermana del poeta:

Un oscuro designio de Quien es
el propio Amor y toda la Justicia
te denegó la luz de la razón.
Algún día veremos que era bueno,
que fue un resorte decisivo para
la Gloria del Universo.
Hasta entonces guardemos esas cosas
en nuestro corazón -arca de Fe-.

Pero ya algún atisbo me anticipa
la claridad final: esa carencia
tenía un reverso misterioso de
privilegio: que nunca hicieras mal
y tu paso dejara en esta vida
la misma estela pura que los ángeles.
Más: tu debilidad nos hizo ser
a cuantos estuvimos cerca de ella
mejores que nosotros. Y hoy que ya
vives la luz del rostro del Eterno
a todos tus hermanos nos mejoras
un poco más con tu oración perfecta.

Acaso a ti, de todos la más pobre,
a la que todo lo necesitaba,
a la que en tanto tiempo llegó apenas
a balbucir "vacas" y unos cuantos
nombres propios cercanos (eso sí:
uniendo con raro instinto los
matrimonios), precisamente a ti,
nosotros, tus hermanos, los llamados
normales, los que siempre te mirábamos
con lástima, por una de esas bromas
de la Divina Providencia, acaso
cuando llegue la hora verdadera
te debamos la Bienaventuranza.

viernes, 5 de junio de 2009

Sentir los colores

El otro día mi hijo de diez años volvió a casa con una camiseta nueva. Se la habían regalado, a él y a todos sus compañeros, por ser el último día de clases de tenis. Estaba radiante el chaval con su camiseta color verde hierba.
-Un poco vasca la camiseta, ¿no?, comentó uno de los mayores.
Era verdad. Mis hijos se han dado cuenta de que, cada vez que juegan al fútbol contra alguna ikastola de por aquí, sus rivales lucen el color verde, a veces acompañado del rojo. Como vivimos en Navarra, que no pertenece a la Comunidad autónoma vasca, la gente está acostumbrada, desde la infancia, a identificar ciertos códigos invisibles para la gente de fuera. El verde recuerda a la ikurriña y, quizás, a los prados de la amatxo euskaldún, las ovejicas que pastan en el campo y adornan ciertos coches del lugar. A lo mejor el regalito no era tan ingenuo, sobre todo porque el ayuntamiento que financia las clases de mi hijo está gobernado por una agrupación supuestamente independiente. Esto en Navarra también necesita descodificarse: son nacionalistas vascos mal disfrazados.
Para ser justos, nunca los colores son neutrales. Sirven para unir o desunir, para que la gente se adhiera en torno a una determinada tonalidad, o le parezca abominable. No estoy hablando de fútbol sino de nacionalismo, aunque las dos actividades a veces se confundan. Para seguir con las camisetas, basta recordar las negras que portaban los seguidores de Mussolini. A Hitler también le pirraban los colorines, sobre todo el amarillo para el pelo y el azul para los ojos. Walter Benjamin escribió que el fascismo era sobre todo una cuestión de estética. Lo diría tal vez no sólo por ser judío, sino también porque se sabía feo y bajito.
Sin recurrir a ejemplos siniestros como los anteriores, uno viaja por ahí y se da cuenta de que hay colores para cada lugar. En Holanda todo es naranja, por ejemplo, y no pasa nada. Al cruzar el Atlántico, en Argentina, siempre me ha llamado la atención que el celeste se encuentre por todos lados, desde la banda que circunda un plato de sopa hasta el color de una cajita de fósforos. No sé si los argentinos son conscientes. Quizá es todo tan cotidiano que sólo es visible para alguien que viene de fuera. Ahora bien, si emprendemos el viaje de regreso a España, no estoy seguro de si vamos a encontrar tanto el colorín colorado y el gualda (mira que es rebuscado el adjetivo) en la vida cotidiana. Si acaso, está (cómo no) en la camiseta del equipo nacional de fútbol. A la selección los periodistas le llaman ahora "la roja", pero, como es una moda de los últimos años y éstos coinciden con el gobierno de Zapatero, actual ministro de deportes, no sé muy bien qué pensar.

jueves, 4 de junio de 2009

Pájaros y ornitólogos

Si hago una lista con mis escritores favoritos, veo con cierta melancolía que casi ninguno fue profesor de literatura y, mucho menos, filólogo. Hablo de aquellos que pudieron cursar una carrera de Filosofía y Letras y no lo hicieron, es decir, de escritores que vivieron a partir del siglo XIX. Algunos ni siquiera tuvieron título universitario: Alberti, Borges, Bioy Casares, Carpentier, Jack London, Rulfo, Mario Quintana, Capote, Pessoa, etc.
Es curiosa la afición de los escritores por la carrera de derecho. Será porque la frustración es fuente perenne de poesía, digo yo. La generación del 27 y mucha poesía española posterior está llena de licenciados en leyes que jamás ejercieron. Hubo excepciones: Jorge Guillén, Gerardo Diego y, sobre todo, Dámaso Alonso, que fue un insigne estudioso de la literatura del Siglo de Oro. Pero por eso escribió tan poca poesía, y no siempre buena.
Prosigo con la lista: Ribeyro trabajó en cualquier cosa, desde recoger cartones por la calle a traducir documentos en una oficina, más o menos igual que Pessoa; Flaubert abandonó los estudios de leyes y se hizo rentista; Isak Dinesen fue granjera, aristócrata y también terminó viviendo de las rentas; Joseph Roth se dedicó a dar vueltas; Willa Cather era periodista; Marechal, profesor de colegio; Lampedusa, un inútil toda su vida.
También valen aquí los que menos me interesan. Juan Benet trabajó de ingeniero (quizá por eso fue tan pelmazo); Saramago desempeñó oficios variadísimos, un hombre orquesta; Isabel Allende ejerció de funcionaria y periodista; y Benedetti, de todo un poco.
En fin, que casi nadie de por aquí es filólogo. Se suele decir que la diferencia entre los escritores y los estudiosos de la literatura es la misma que existe entre los pájaros y los ornitólogos. Las aves vuelan y los ornitólogos estudian el vuelo, pero no vuelan, salvo rarísimas excepciones.

miércoles, 3 de junio de 2009

Más sobre Ícaro

Durante algún tiempo anduve yo muy contentito con el microrrelato que puse ayer en el blog. Con él obtuve una mención en un concurso de ficción mínima que organizó la Universidad de Salamanca hace unos meses. Mi ego recibió ración doble de colesterol. Así estaba yo hasta que caí del burro (o del cielo, como Ícaro) cuando Gabriel Insausti, espléndido traductor de W.H. Auden, me dijo que el poeta británico había escrito un poema muy famoso sobre el asunto. Luego vino Miguel d'Ors y me lo volvió a recordar. Mis sabios amigos tenían razón: El dichoso y magnífico poema es una reflexión sobre cómo los antiguos maestros comprendían lo relativo del dolor de cada uno, su valor limitado frente al fluir inevitable del tiempo. El final establece una comparación con el cuadro de Brueghel "La muerte de Ícaro":

In Brueghel's Icarus, for instance: how everything turns away
Quite leisurely from the disaster; the ploughman may
Have heard the splash; the forsaken cry,
But for him it was not a important failure; the sun shone
As it had to on the white legs disappearing into the green
Water, and the expensive delicate ship that must have seen
Something amazing, a boy falling out of the sky,
Had somewhere to get to and sailed calmly on

En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: cómo todo le vuelve
La espalda la tragedia sin inmutarse; es probable
Que el labrador oyera el chapoteo, el grito resignado,
Pero a sus ojos no era un fracaso importante, el sol brillaba
Como debía sobre las blancas piernas envueltas por el agua
Verde, y la nave costosa y delicada que vio sin duda
Algo asombroso, un niño que caía de los cielos,
Tenía adonde ir y prosiguió su viaje imperturbable. 
(trad. de Jordi Doce)


Para colmo, hay más variantes sobre el mismo tema. Hay, que yo sepa, un poema de William Carlos Williams, también traducido por Jordi Doce, y otro del peruano Eduardo Chirinos aparecido en el primer número de la revista Letral. Todos se inspiraron, nos inspiramos, en lo mismo. 
Conclusión: la originalidad es un mito. Si alguno viaja a Bruselas, le recomiendo que vaya al Museo de Bellas Artes y, si le brota, que escriba algo sobre el cuadro para mayor gloria de Brueghel el viejo.

martes, 2 de junio de 2009

La muerte de Ícaro


About suffering they were never wrong/ the Old Masters

(W.H. Auden)

En el Museo de Bellas Artes de Bruselas se expone un cuadro titulado “La muerte de Ícaro” del maestro Pieter Brueghel el Viejo. A simple vista recorremos un plácido paisaje con un labriego en primer plano que maneja serenamente su arado. Otra figura pasea ensimismada a cierta distancia y, más a lo lejos, se ve una bella ciudad costera. Una nave cruza un mar verdelado y bruñido como una joya luminosa. El cielo es tan brillante que el sol podría estar en cualquier parte. La mirada se anega en ese pequeño mundo de tranquila felicidad.

Sólo al cabo de un rato nos acordamos del título y buscamos al desdichado hijo de Dédalo que, al fin, aparece ridículamente apartado en un rincón. Mejor dicho: sólo sale medio cuerpo suyo, dos patitas que se agitan afanosas entre espumas, como rompiendo el hechizo del agua pulida como el cristal. Son apenas dos piernas y el resto, boca abajo y sumergido. Nuestra primera impresión es que al pintor de paisajes le importaba un rábano el tema mitológico y que de esta forma se quiso reír de la triste suerte de Ícaro. Pero no es así. El cuadro muestra lo que vemos; pero no lo que ve él: un mundo de locura siniestra, de endriagos y monstruos marinos de ojos de fuego que se pasean alrededor de su cabeza hundida. Mientras su piel se deshace lentísimamente, sus ojos no se acostumbran nunca a ese movimiento vidrioso de las criaturas blancuzcas que lo cercan curiosas y crueles. Algunos lo mordisquean, pero otros prefieren pasar de largo y volver después para atormentarlo eternamente. La respiración falta, pero nunca lo suficiente para morir del todo. Arriba, por milagro del artista, sus piernas se mueven y no se mueven. Ícaro está vivo desde que fue pintado. Pero abajo está pidiendo socorro ante lo que, desde hace cinco siglos, está viendo en las profundidades y jamás ningún ojo humano pudo retratar.

lunes, 1 de junio de 2009

Pamplona la loca

Un alumno me pasó un poema que se titulaba así. Los versos estaban bien, pero lo mejor era el título: Pamplona la loca. Es tan sorprendente, tan disparatado, unir estos dos conceptos que a quien se le ocurrió sólo puede ser un poeta, aunque sea en ciernes. Difícilmente encontrará uno en España una ciudad más sensata y previsible: los servicios públicos funcionan, las calles son amplias y limpias, los edificios están armónicamente separados por zonas ajardinadas. En los bares los camareros son de una sequedad espectacular: te sirven el pincho de tortilla de patatas con la misma seriedad con que podrían estudiar un manual de derecho administrativo o asistir a un discurso de Rajoy. Los extranjeros (incluyo aquí andaluces, extremeños y murcianos) se sienten un poco intimidados ante una eficiencia que confunden con antipatía.
Por suerte Pamplona está loca, aunque no lo parezca. La poesía, si es verdadera, acierta siempre. En el poema de mi amigo se hablaba del sempiterno tema del clima. Si no te gusta la temperatura, se suele decir, no te preocupes porque en cinco minutos cambia. El otro día lucía el sol y, en un ir y venir del viento, bajamos quince grados y cayó un pedrisco que machacó las hortensias de nuestro mini jardín. El tiempo pamplonés había mordido las plantas como un loco furioso.
Decía Chesterton que no hay peor loco que aquel que siempre se comporta como una persona razonable. Dios ha bendecido a Pamplona con un clima paranoico que explica las pequeñas locuras de sus habitantes. Y no faltan los ejemplos. Llevamos varios meses asistiendo a una campaña local para salvar por enésima vez al equipo local de fútbol del descenso de categoría. La sociedad se ha movilizado en torno a esta causa irracional. Chistes, camisetas, pancartas, programas de radio y televisión... Todos unidos en torno a un lema: "Yo no bajo". Un vecino mío ha compuesto un himno con una ligera variante: "Yo no bajo, amigo mío". Lo han premiado por votación popular y el Diario de Navarra le ha dado un premio económico. Para quienes no somos futboleros, y menos osasunistas, es un espectáculo incomprensible. Además, ahora que Osasuna ha logrado la gesta de ganar al Madrid, algunas calles han quedado hechas un pena por culpa de la cogorza foral. Pero por lo menos se demuestra una cosa: Pamplona no es una ciudad enteramente sensata; es decir, no está totalmente loca porque de vez en cuando se permite hacer cosas totalmente innecesarias o inútiles. Es falso que Pamplona haya salvado a Osasuna. Ha ocurrido justo al revés: Osasuna ha salvado a Pamplona del descenso a la locura -el aburrimiento- total.